Vencer el miedo a la libertad: en defensa de la concertada
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Vencer el miedo a la libertad: en defensa de la concertada

Vencer el miedo a la libertad: en defensa de la concertada

La intención de reducir la enseñanza concertada progresivamente hasta hacerla insignificante se ha pretendido justificar, en un primer momento, con razones de índole económica, deslizando al mismo tiempo y subrepticiamente el falaz argumento de que los males de la escuela pública encuentran su causa en la misma existencia de la escuela concertada. Echando números podremos ver los muchos millones de euros que la escuela concertada ahorra a las arcas públicas. Esto no sólo desmonta en buena medida la pretendida justificación económica de tales intenciones, sino que además pone de manifiesto la eficiencia –y no hablo sólo en términos económicos– con la que la escuela concertada administra cada céntimo de dinero público que recibe, prestando a la sociedad un servicio tan bien valorado como ampliamente demandado. Esto, por otro lado, también me hace pensar que quizás el principal problema de la educación –y digo el principal– no sea el presupuestario… Pero no es este el asunto que ahora nos ocupa.

Varios partidos políticos han manifestado con total claridad su proyecto para la enseñanza concertada: su desmantelamiento total y definitivo. Y, ¿por qué? Pues por un sectarismo ideológico que difícilmente puede sostenerse si lo examinamos con los criterios del pluralismo democrático que está en la base de nuestro orden constitucional. Por consiguiente, lo que está en juego –como ya sospechábamos– es muchísimo más que unos cuantos millones de euros. Lo que está en juego es la libertad y la democracia.

Se pretende –y así lo vienen repitiendo desde hace tiempo a modo de eslogan publicitario– “una escuela única, pública y laica”. Con el franquismo ya tuvimos una escuela única y “nacionalcatólica”. Ahora toca más de lo mismo, pero –eso sí– con los cambios necesarios para ponerla al servicio de la ideología totalitaria de turno. Podría decirse que quieren colarnos el mismo perro pero con distinto collar. Sin embargo, por mucho que quieran maquillar su sectarismo con grandilocuentes apelaciones al pueblo, a la ciudadanía, a la democracia o a la libertad, no pueden ocultar esa típica perversión cosmética del lenguaje que tanto gusta a los totalitarismos –sean del color que sean– y que los convierte a todos en primos hermanos. ¿Dónde quedan esas grandes palabras cuando a las familias –que son pueblo y ciudadanía– se les impide ejercer libre y democráticamente su derecho a elegir el centro donde van a educarse sus hijos?

Por otro lado, la pretensión de esa escuela “única, pública y laica” se asienta sobre la falacia de una escuela ontológica, antropológica y axiológicamente neutral. Tal escuela no es posible. Si lo fuera, ¿por qué el artículo 26.3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos afirma que “los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”? ¿Por qué el artículo 27 de nuestra Constitución reconoce la libertad de enseñanza y “el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”? Y, sobre todo, ¿por qué tanto empeño en acabar con la escuela concertada mientras es ampliamente demandada por los padres cuando se les permite ejercer libremente su derecho a elegir? Toda escuela cuenta con un proyecto educativo peculiar que la define, aunque inscrito en el marco común de los principios y valores que establece la legislación. Una escuela ontológica, antropológica y axiológicamente neutral es en sí misma una paradoja: su presunta neutralidad implicaría –al posicionarse precisamente ahí– su propia negación.

Quedan bien a la vista la ideologización y la debilidad de los argumentos que públicamente se esgrimen. Cuando además se culpa a la concertada de los problemas de la escuela pública, planteando el asunto como una disyunción excluyente, se demuestra muy mala fe y una falta de agudeza en el análisis que dejaría en estado de perplejidad a cualquier persona medianamente documentada e inteligente.

Estoy de acuerdo con los que dicen que la democracia no puede reducirse únicamente a que los ciudadanos sean llamados a votar cada cuatro años. La democracia crece, se renueva y se fortalece con cada acto de libertad –respetando siempre los principios que garantizan nuestro sistema de convivencia–. Pero libertad y pluralidad van de la mano y mutuamente se necesitan. En una sociedad libre y plural –como la nuestra– las ideas, las creencias, los valores… no se imponen, ni por la fuerza ni por otros medios más sutiles de coacción o manipulación. En una sociedad libre y plural –como la nuestra– las ideas, las creencias, los valores… se proponen. Y cada cual elige. “Igualar” las escuelas disolviendo las peculiaridades de los diversos proyectos educativos supone, en este contexto, un empobrecimiento de la sociedad, que se hace menos plural y más monolítica, y un atentado contra la libertad de elección de los padres. Aquellos que, además, pregonan que quienes quieran elegir se lo paguen de su bolsillo, parecen defender la existencia de ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda.

¿Por qué limitar la libertad de los padres para elegir el tipo de educación que quieren para sus hijos? ¿Por qué ver en la escuela concertada una amenaza, y no una aportación positiva a nuestra realidad social? ¿Por qué “igualar” en lugar de respetar, valorar y alentar la diversidad? ¿Por qué imponer un determinado proyecto educativo? Quizás la verdadera razón sea el miedo a la libertad –a la de los ciudadanos, claro está–. Por eso, desconfío de las ideologías políticas que, en su pretensión de moldear la sociedad a su imagen y semejanza, miran recelosas la pluralidad, temiendo que la libre elección de los ciudadanos dé al traste con sus sueños hegemónicos.